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Aaah...Salud.

Aaah...Salud.

domingo, 29 de marzo de 2009

ENTRE TUMBAS, SOMBRAS Y AMOR (Miguel Castillo)

Para el resto de los mortales, el día comienza con el lento abrir de los ojos, con ese diario debatir entre el olvido del sueño y la aterradora conciencia del día. Para mí, en cambio, la existencia deja de ser un sueño cuando Ella ilumina la realidad con las brumas de su sonrisa.

     Ya no recuerdo cuándo la conocí, ni siquiera si llegué a conocerla realmente, aunque pienso que fue hace algunas semanas. Las fechas no tienen ningún valor para mí. Los días no me envuelven, no pueden dominarme. Yo soy quien transita por esa abstracción que es el tiempo, y no al revés. Sé que esto puede sonar extraño, o incluso ingenuo, pero es la verdad. Mi relación con Ella no puede describirse con palabras convencionales, ya que nada hay de convencional en nosotros.

Lo que sí puedo describir es nuestro primer encuentro. Ya he dicho que no puedo recordar cuándo nos conocimos, aunque el resto de aquel día brilla en mis recuerdos con una intensidad cegadora. A veces pienso que nunca abandoné aquella mañana bajo sus ojos, que por alguna extraña casualidad del destino mi realidad ha quedado suspendida, congelada; repitiendo la misma estúpida secuencia de movimientos.

Es curioso, basta con sentir el amor de una mujer para que el mundo se detenga; si no la hubiese conocido, aquella mañana sería una sombra en la memoria, o ni siquiera eso, sin embargo, después de ser contemplado por sus ojos, aquella mañana siempre se estará desarrollando, sus infinitas sutilezas no se perderán, al menos hasta que desaparezca el último que las recuerde.

Era una mañana despejada, Ella caminaba hacia mí con la mirada en otra parte. Sus pasos eran seguros, pero sobre sus hombros se adivinaba una carga, algo difícil de definir, pero perceptible. Cuando ya pasaba a mi lado, sus ojos me percibieron, o mejor dicho me atravesaron. Nunca había sentido algo semejante, ya que la gente suele ignorarme alegremente; incluso a veces siento el impulso de mirarme en un espejo para comprobar que existo, que soy real.

Su mirada duró apenas un instante, luego siguió caminando. No sé qué la impulsó a retroceder, nunca me lo dijo, pero lo cierto es que sentí sus pasos firmes mientras venía hacia mí. No alcé la mirada, no quería incomodarla con la visión por demás desagradable de mi rostro. Dejé que se acercara sin invadirla. Se sentó frente a mí en el pasto, y dijo:

-         Eres lindo...Franco...

Mis ojos estaban clavados en el piso, no hubiese podido levantarlos aunque el destino del mundo dependiera de ello. Sentía mil palabras moviéndose en mi boca, pero mis labios se negaban a abrirse. Supongo que aquel congelamiento duró algunos instantes, aunque no podría asegurarlo. Finalmente, alcancé a pronunciar unas pocas palabras:

-         ¿Quién eres? Silencio. Ella tampoco me miraba.

-         Parece que estamos igual de solos. - dijo, mientras arrancaba una flor seca del piso.

El resto de la mañana la pasamos en silencio. Creo que nuestras presencias nos brindaron cierta calidez. Como si no necesitásemos demasiados preámbulos para sentirnos cómodos. Ya era bien tarde cuando Ella finalmente se puso de pie, alisando con manos pálidas su vestido negro.

-         Creo que voy a volver. Me gusta tu compañía. - dijo, y se fue.

Mi vida se convirtió en un eterno esperar. La ansiedad me comía por dentro, como un grito que nunca se termina de manifestar, pero que sigue latiendo en los oídos con un palpitar que no deja lugar para otro pensamiento.

Pasaron los días, o las semanas, hasta que apareció nuevamente. Su ausencia me había permitido ensayar aquel torbellino de palabras que hubiese deseado decirle. De nuevo, se sentó en el pasto, frente a mí.

-         ¿Siempre estás por aquí? preguntó.

Estaba por responder que sí, cuando Ella comenzó a reírse.

-         Perdón - dijo. A veces hago chistes malos cuando estoy nerviosa...

Creo que me sentí halagado; que una mujer con sus ojos se sienta nerviosa con mi compañía y me pareció el mejor de los cumplidos posibles.

-         No hay problema. A mí me pasa lo mismo. - dije, o creo haber dicho.

-         Yo soy Patricia, encantada, Franco.

-         ¿Cómo sabes mi nombre?

Ella jugaba distraídamente, arrancaba unas pequeñas flores secas del suelo. Pensé que lo mejor era hablar de otra cosa, si Ella quería decirme cómo sabía mi nombre, tarde o temprano lo haría.

-         ¿Te gustan? - dije, mientras señalaba las flores secas. Se llaman Calendas.

-         No me gustan estas flores, no sé cómo se llaman. - dijo, como si no me escuchase. Me gustan las rosas y los jazmines, especialmente los jazmines.

 

 

Entonces levantó la vista, me miró, y con cierta timidez alzó la mano como para acariciarme el rostro, pero se detuvo.

-         ¿Ya te dije que eres lindo?

-         Si, el otro día creo...

-         Sabes Franco me gusta tu compañía, pero no sé, me parece extraño todo esto. No sé que me pasa; debo estar loca por hablar contigo, a veces creo que tengo algo malo adentro, como si todo me doliese el doble que a los demás...

Ella se acomodó el cabello, y pude ver las marcas en sus muñecas.

-         Me duele el mundo, Franco. ¿Me entiendes?

-         Si.

-         ¿Me vas a ayudar?

Durante un segundo sentí algo extraño, no era terror en el sentido de la palabra, sino algo verdaderamente fatídico, como los ecos de una pesadilla que durante la mañana apenas recordamos.

-         ¿Ayudarte? ¿Con qué? – Le dije.

-         Sola no puedo. Ya lo intenté, pero no pude. Cada segundo que pasa es peor, no puedo pensar en otra cosa. Necesito tu compañía para hacerlo.

Después de esto, Ella ya no habló. Yo, por mi parte, elaboré una serie incontable de argumentos, le expliqué que era una locura, que era joven, que seguramente había miles de cosas por las cuales vale la pena levantarse cada mañana. Lo dije todo, y Ella seguía con los ojos en las flores, inmune a mis palabras. Hoy estoy seguro de que no me oía.

-         Voy a entrar esta noche, tarde, cuando los guardias estén durmiendo. Por favor, necesito que me ayudes, Franco. Y se fue, sin regalarme el resplandor de sus ojos. Las sombras se alargaron. Llegó la noche.

Te cuento esta historia, aunque sé que nadie puede oírme, porque Ella puede llegar de un momento a otro y no me gustaría hacerla esperar. Me he jurado que no voy a ayudarla, no podría aunque quisiera. Dicen que el amor es desear para objeto amado una felicidad completa, aún cuando esa felicidad nos excluya. Yo no creo que este sea el caso, la amo y la necesito viva; necesito su sonrisa, sus ojos, sus dedos desgranando flores muertas. La necesito porque sin Ella soy una Sombra.

Después de todo, ¿cómo podría ayudarla? ¿Con qué manos podría sostener las suyas mientras su vida se derrama sobre la hierba? Si pudiese la golpearía, le haría ver que el mundo merece nuestras lágrimas, que una flor seca y muerta alcanza para justificar la más honda de nuestras melancolías, que sufrir es un don del cual no debemos renegar, que nuestra tristeza debe arroparnos, que la verdadera pesadilla, el verdadero horror, consiste en no sufrir.

Pero sé que es inútil, Ella ha tomado su decisión y yo no puedo cambiarla, no en éstas condiciones. Si hubiese un corazón en este vacío, si fuese aire el que respiro, si fuese sangre la que fluye en mis venas, creo que sí podría detenerla. Pero soy una Sombra, una de las tantas que se agitan en éste cementerio, flotando entre cruces y epitafios; tratando de evocar la tersura de una caricia, de un beso, de una mirada.

No sé porqué me eligió para regalarme el tesoro de la compañía, aunque sospecho que ha sentido lástima al observar mi foto, al contemplar mis ojos suicidas, o tal vez, simplemente, le ha gustado el nombre que puede verse en mi lápida. Ya la veo saltar el muro, un resplandor metálico se vislumbra en su mano. Supongo que lo único que puedo hacer es acompañarla.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es demasiado bueno !!!!!, una pregunta: hay mas sobre el autor de este relato??.